RETROSPECTIVA DE MUJER
Rosalba Torres de Rojas maestra y madre, inicialmente, se negó invadida por la modestia a concederme esta charla. Me envió a leer las entrevistas, biografías, y libros originales de su esposo Ricardo Rojas, el maestro con quien hizo la vida. Sin embargo, por suerte para mí, el teléfono sonó con una invitación a cenar y conversar.
En Tibirita, teniendo 14 años
se enamoró de Ricardo Rojas maestro de primaria que decía, simplemente, haber
llegado del monte, y que cautivaba a las mujeres del pueblo merced a una
estampa un tanto cinematográfica. Su vida había sido contradictoria y convulsa,
y eso lo hacía atractivo y enigmático. Ella vendía rosas en la plaza central
donde él le compró una, que jamás le pagó. Fue el inicio de un rápido romance y
de una complicidad profesional que duraría más de cincuenta años. El influjo de
su esposo fue más allá de lo puramente romántico. Al principio ella le seguía
por las aulas de clase recogiendo la memoria del conocimiento, y debía hacerlo
a hurtadillas porque por entonces la presencia de una mujer en una escuela de
varones era casi un sacrilegio. Partiendo de esa experiencia se hizo maestra.
Al igual que su esposo, adquirió los conocimientos en la vida práctica, sin
asistir a ningún centro docente, y es así como en el año de 1.957, después de
muchos trabajos en distintas regiones, fue elevada a la categoría de maestra,
sin haber trascendido, formalmente, el quinto año de primaria.
Amó larga, fértil y
dulcemente a quien le compartiera los libretos de la docencia. Desde entonces,
afirma, ha enseñando a muchos a amar también la vida. Buscó con su compañero
una pedagogía que no lacerara ni abriera llagas. Rosalba y Ricardo que se formaron
en escuelas en las que los métodos de tortura forjaban el carácter, insistieron
en el cambio, como ella cuenta ahora: “nos dimos a la tarea de construir una
nueva cara para nuestra profesión. Convencidos de la necesidad de enseñar el
respeto, integrábamos a niños y niñas para que con naturalidad aprendieran de
sus diferencias. Pero para mí la tarea no era fácil, me resultaba insólito
tener que defenderme de la curia para hacer bien mi trabajo. En los 60 del
siglo pasado, el gobierno bipartita colombiano: iglesia-autoridad civil,
mantenía a la escuela adherida a la moral del Vaticano. Los curas reclamaban el
derecho a pernada de las maestras que ejercían en sus dominios, nos retenían
los salarios, desde el púlpito nos insultaban, promulgaban leyes santas mientras
se portaban como parias con los vecinos y con sus propias familias. La gente
los imitaba, incluso pobladores supuestamente bien intencionados imponían las
normas del buen actuar sobre otros pobladores que humillados debían exiliarse.”
No sin estupor, me cuenta que había en las diócesis tantos hijos de los curas
que debía pensarse en instituciones escolares para acogerlos.
Ella tiene recuerdos duros de
los años en los que su tarea los llevara a ser expulsados de casi todos los
pueblos por los que pasaron. Entonces: “no por convicción nos hicimos
trashumantes. La violencia nos llevó al único exilio que ha doblegado mi
carácter. En Suba, con un tercer hijo, la hambruna nos sitiaba. Nos salvó la
solidaridad de gente que vio en nuestros rostros, en la mirada ensoñada de su
papá, el compromiso con la historia; también nos acogió la generosidad de la
tierra que desde entonces labramos y valoramos como fuente de vida y dignidad.”
Ellos viajaron juntos por poblados y veredas abriendo sus libros al entorno. En
escuelas rurales de la geografía cundinamarqueza, niñas y adolescentes como
ella aprendieron los fundamentos para una buena mujer, según los cánones de la
época. Rosalba les enseñaba lecto-escritura, matemáticas, geografía, nutrición,
puericultura, la maestra hacía surgir el saber del horno, lo hacía fluir con
los ríos. Otros maestros vivían embebidos en la demencia de la violencia.
En Paime, murmullos en los
caminos veredales, rostros de estupor en los hogares, conjeturas civiles y
autorizadas rodeaban el final macabro de dos colegas. En esa vereda los
docentes encargados, una mañana, aparecieron sin vida. Entretanto, en Pacho,
esta joven pareja de maestros rurales cercada por los métodos bárbaros con que
conservadores y liberales construían los pilares de sus ideologías; recibía una
misiva de traslado, mudanza a un destino promisorio. La población de Pacho
dividida en cantones ideológicos fustigaba a sus contrarios decapitando,
apuñalando, abatiendo las ilusiones de futuro. El hastío por el dolor acumulado
permitió que vieran en ese oscuro asesinato una condición más favorable para la
educación que la presente que entregaba a diario cifras sobre la densidad
poblacional, siempre propicias para restar.
Al respecto de su tarea allí, ella cuenta:
“llegamos a Paime a educar indistintamente a hijos y padres de familia. Muy
pronto las propuestas educativas de democracia en el aula, integración entre
niños y niñas, discusiones sobre el trabajo práctico, nos entregaron como fruto
el afecto de la gente, sin duda lo que hacíamos fue semilla de un modelo
pedagógico, pero sobretodo, de un profundo sentido de cooperativismo.” También
explica cómo empezaron la indagación con los pobladores acerca del asesinato
que los precedió. “Su papá abría unas discusiones conceptuales bellísimas con
los alumnos, del aula salían a las fincas, propiedad de los padres de familia,
a transformar los modos de producción y la confianza en el otro.” A estos
maestros, el diálogo abierto y la integración que hacían del conocimiento con
el alma, les permitieron llegar al corazón de las angustias de los pobladores
de Paime. Después de emotivas conversaciones con ellos, descubrieron los
motivos del asesinato, como ella recuerda: “los muchachos dolidos por ver cómo
los rostros de las niñas de su vereda se ensombrecían, terminaron con la vida
de dos verdugos de la alegría, y advirtieron al padrecito”.
Rosalba, apesadumbrada, después del
recuento de sus arduos años en escuela rural, y de la lucha encarnizada de la
que fue protagonista, me mira y dice: “Los caminos están abiertos, pero las
cosas aún no cambian”.
Escrito por Olga Rojas, mayo 2008
Escrito por Olga Rojas, mayo 2008
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